Toribia Flores Cuéllar tiene 72 años, es menudita, lleva unos lentes grandes y, cuando hace algún esfuerzo, como mover la rueca de lugar, su respiración se vuelve más pesada. Se queja levemente “pero ella no pide que la ayuden”, la riñe una de sus compañeras artesanas.
Se jubiló antes de tiempo, hace 12 años. Era enfermera y, por problemas de salud, dejó su profesión. Sin embargo, a pesar de todo, no iba a quedarse de brazos cruzados en su vivienda de la localidad cruceña de Vallegrande. “Me sentía muy sola”. Así que decidió inscribirse en la escuela de mayores para mejorar un don que adquirió de su madre cuando era niña: la costura. Chalinas, zapatitos o flores ornamentales son algunas de las minúsculas cosas que Toribia aprendió a hacer con lana, palillo, en groché... Gracias a esta ocupación, dejó de sentirse inútil.
En 1997 salió de la escuela ya como artesana, aunque no sacó la licencia hasta ocho años más tarde. La colocó en lo alto de una pared del amplio recibidor de su casa (que, asegura, fue la residencia del cardenal Julio Terrazas), que es también su pequeña y bien surtida tienda. Hace un tiempo puso un letrero en la fachada en el que se lee “Artesanías Flores” e, incluso, tiene sus propias tarjetas de presentación. Esto lo logró gracias a que, tres años atrás, decidió unirse a un proyecto de la local Fundación para el Desarrollo Frutícola. Fue de las primeras de su alianza de artesanas que decidió dar este paso.
Todo lo diminuto que hay en su tienda lo hace ella misma, como los bolsitos. El material que usa no solamente es sintético: tiene su manojo de lana de oveja que hila con su rueca a pedal y a la que da color con diferentes tintes. Otros de los objetos que vende los hace tejer a otras mujeres.
En su tarjeta hay una foto en la que se ve a Toribia con un gran telar en una feria. Es que ella, aunque es una de las más veteranas del proyecto, y la de más edad, no se queda en casa cuando sus compañeras van a alguna feria artesanal por los alrededores.
Cuando está sola en la tienda, se pone a conversar con Carolina, la muñeca que responde con frases predefinidas. “Así me entretengo”, sonríe, sentada en su pequeña silla. Si alguien le dice que va a viajar hasta el cercano Moro Moro, una lucecita se enciende en su mirada. Es su pueblo natal, del que salió hace ya años.
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