“El brasileño viene bastante a la feria, le gusta mucho. Tenemos de 6.000 a 7.000 visitantes por domingo”, revela Wilson Ferreira. “Hay una deficiencia de artesanía, lo primero que quiere el público brasileño es artesanía. Tenemos vendedores, pero no artesanos”, admite.
Los brasileños pasan, fotografían y, los más, dejan que su paladar sucumba a la variedad gastronómica ofrecida en los toldos instalados en la plaza.
Uno de los puestos más concurridos es la salteñería “Los Caporales”, que trabaja desde hace 18 años colocando la salteña en el mercado brasileño.
“Hacemos pedidos, tenemos clientes que están con nosotros hace diez años”, afirma Ferreira. Hay otras tres salteñerías y pequeños restaurantes al aire libre que ofrecen una nutrida carta con platos típicos bolivianos, que registran una notable afluencia entre la una y las tres de la tarde. El sol del verano paulista arderá hasta las 20.00, pero a esa hora ya casi no queda ningún puesto en pie. Los enormes juegos inflables del parque infantil instalado en el centro de la plaza son lo último que queda en esta plaza que volverá a la normalidad dentro de algunas horas. Pero hay un poco de Bolivia en cada uno de los visitantes.
Un trazo de color en el inconmensurable mosaico de esta metrópoli infinita.
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