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domingo, 12 de julio de 2015
Genaro Quispe a veces esculpe las piedras y se inventa fuentes, palomas o monolitos de estilo tiwanakota.
Algunas mañanas, Genaro Quispe Condori, el dueño de Pétreos Ornamentales (un negocio familiar instalado en un solar casi baldío de la avenida Costanerita de La Paz), observa las piedras que tiene a su alrededor para tranquilizarse. En el mundo que Genaro habita ninguna piedra es igual a otra: algunas son duras, otras redondas y otras con filo, las hay que se deshacen como un castillo de arena y también, las que resisten un golpe de martillo sin agrietarse. Genaro lleva hoy lentes fotocromáticos, gorra de senderista, camisa clara, pantalones plomo y una chompa con los botones abiertos. No es geólogo, pero conoce cada pedrusco como si fuera un experto. Es capaz de emocionarse con una piedra “buena” solo tocándola y de desechar una piedra “mala” en cuanto la ve de cerca.
“La piedra ‘mala’ es demasiado porosa, absorbe enseguida el agua y por eso se quiebra”, dice. La piedra “mala” es la que se encuentra fácilmente: en los bordes de una carretera o en mitad de un páramo semidesierto. La piedra “buena”, en cambio, es la resistente: la montaña misma. La que invita a la lluvia a deslizarse por su superficie, la que queda linda tanto en jardines como en chimeneas, la que Genaro recolecta y ofrece.
Cuando comenzaba (hace más de 25 años), Genaro arrancaba la piedra de sus lugares de origen con un cincel y una maza. Lo hacía en cerros que no siempre estaban bien comunicados con los caminos carreteros, en enclaves mineros como Colquiri o Llallagua, donde reina el frío, o en rincones donde la vegetación es casi salvaje. Luego, tuvo un accidente automovilístico que casi lo mata, le pusieron platino en la cabeza, cada vez que picaba sentía un dolor intenso en el cráneo y comenzó a dejar que otros picaran la piedra. Años más tarde le sorprendió una gran tormenta mientras trabajaba en una cantera, llegó mojado a su casa, estuvo una semana y media agripado, en la cama, y decidió empezar a contratar a otros para que le trajeran las piedras hasta su puerta. Y desde entonces lo que hace es seleccionarlas y cortarlas según los gustos de sus clientes.
Un pedazo del mundo
Los clientes de Genaro suelen ser ingenieros y arquitectos, amantes de los espacios minimalistas y decoradores. Algunos de ellos piden piedras rústicas y otros, piedras cortadas como si fueran modernas baldosas muy parecidas a las de cerámica. Genaro me dice que a veces las despacha en cubos y que vende las piedras por metro cuadrado. “La que más sale es la laja, sobre todo para cubrir pisos”, comenta luego, mientras toma refresco en una mesa de piedra que se mimetiza con el decorado pedregoso que nos envuelve. Otra de las piedras que cotizan al alza es la volcánica, en este caso por su elegancia. El mármol y el granito se utilizan para hacer muebles de cocina o de baño. Y la piedra tarija, que es una de las más frágiles, se emplea a menudo como revestimiento.
Según Genaro, para evitar desastres, no solo hay que contar con una buena materia prima. También hay que saber qué hacer a continuación con ella. “Los cortes, por ejemplo, se realizan siguiendo los hilos (las líneas) de la propia piedra”, me explica; y la paciencia es un requisito indispensable a la hora de pulirla para que se vuelva plana.
El geólogo italiano Fosco D’Amelio considera que el simple hecho de retirar una piedra de su entorno natural equivale a llevarse un “trozo del mundo”; se define como un “recogedor” de souvenirs inútiles y aburridos; y asegura que acumula en su casa kilos y kilos de piedras con un aspecto que tiene muy poco que ver “con lo que la gente normal considera bonito”. Genaro también almacena kilos y kilos de ellas en el patio que alquila desde hace años. Las organiza según el color, la textura o la procedencia, como si fueran el resultado de una cosecha abundante y diversa. Y a veces las esculpe y se inventa fuentes, serpientes, leones, palomas e incluso monolitos de estilo tiwanakota.
Genaro suele tardar entre dos y cuatro semanas en culminar alguno de estos diseños. Y desde hace algún tiempo solo los hace a pedido. “Antes, tenía en la entrada algunos sapos grandotes de piedra que había tallado con mis propias manos porque estaba convencido de que atraían dinero. Pero me hice cristiano y me deshice de ellos, y ahora en el único en el que confío es en el Señor”, comenta muy serio. Y luego dice que antaño, en algunas comunidades del altiplano, no le dejaban recoger piedras durante la época de siembra porque pensaban que, si se marchaba con ellas —si las movía de sitio—, serían castigados con heladas, granizadas, sequías, plagas y otras “desgracias”.
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