domingo, 8 de febrero de 2015

La dolce vita de los maniquíes



A Juan Carlos Huiza (31) cualquiera de los trajes que lucen sus maniquíes en cientos de escaparates que exhiben las últimas tendencias le quedaría holgado. Juan Carlos tiene ojos chiquitos y cuerpo menudo, como el de un adolescente que todavía está creciendo. La mayoría de sus figuras mide alrededor de un metro ochenta. Y a su lado —con una remera con capucha y una chamarra de plumas— parece un hobbit recién llegado de la Tierra Media.

Huiza montó una fábrica de seres estáticos en la ciudad de El Alto hace ocho años, al final de una avenida interminable de color ladrillo con construcciones de una o dos alturas, en una desolada calle llena de lotes vacíos. Y desde entonces se gana el pan armando roperos ambulantes con forma humana y pose elegante “Para mí —comenta con la voz sosegada de un hipnotizador de serpientes—, un maniquí en una vitrina es el vendedor perfecto: incrementa las ventas de tu tienda y no te cobra sueldo”.

A pocos metros del living de su casa, en un depósito sin cristales en las ventanas, hay varios pares de brazos y piernas que se quedaron sin dueño.

También, algunos maniquíes completos, en buen estado, y otros con pinta de autómatas descatalogados que entraron en decadencia hace tiempo. De un saco de yute negro semiabierto que hizo caer hace un instante, acaban de rodar varias cabezas: sin tronco, sin cuello. Y sus hijos —dos chiquillos revoltosos de tez morena— casi nunca se acercan a este rincón por el que ahora corre un viento gélido. “Les aterra”, me dice. No es para menos: el almacén es una jungla con decenas de ojos que parecen mirar a izquierda y derecha con cierto recelo, un botín de miembros que brillan como si fueran kriptonita cuando un rayo de sol los atraviesa, como si un vaho de luz —o una niebla espesa— se apoderara de ellos.

La primera vez que vio un maniquí de cerca, Juan Carlos sintió lo mismo que si hubiera visto al fantasma de alguno de sus familiares muertos, y se aferró al brazo de su madre como un ancla al fondo de un caladero. Poco después, a los 13 años, entró a trabajar en una empresa que hacía boxes de baño y tinas a partir de un extraño material que le provocaba escozor en el cuerpo. Aquel material revolucionario —la fibra de vidrio— es el mismo que utiliza ahora para esculpir modelos. Hoy, sus maniquíes con curvas letales y gesto fashion son los reyes de la apariencia y alimentan nuestros deseos.

En su patio, una ninfa plateada con piernas largas, como las de una secretaria, y un flequillo moderno que se desliza por la frente estira los dedos como si buscara algo. Está desnuda y sin la ropa su carisma no es mucho mayor que el de un muñeco de segunda mano. Con un conjunto de temporada encima, sin embargo (y aunque no es capaz de articular palabra), nos promete el mundo: se convierte en la musa sin arrugas que nos enseña una prenda nueva antes de que decidamos aferrarnos para siempre a ella.

La increíble Cynthia

El periodista Gay Talese cuenta que los primeros maniquíes que causaron sensación en los Estados Unidos a principios del siglo pasado eran “monigotes bonachones de cera” —construidos como jugadores de rugby— que se derretían cuando había una fuente de calor cerca. En los años 20, se pusieron de moda los parisinos de yeso, pero el problema eran sus 100 kilogramos de peso. Y en los 30, se popularizaron unos más ligeros gracias a Cynthia, una femme fatale de rasgos finísimos que se vestía como las actrices de cine.

Según Talese, antes de jubilarse tras un desafortunado accidente, la hiperrealista Cynthia tenía una rutina parecida a la de cualquier artista: recibía cartas de admiradores que la idolatraban, visitaba clubes exclusivos escoltada por un chofer de carne y hueso, le llevaban joyas, fue la tapa de la revista Life y hasta disfrutó de una noche en la ópera.

A Juan Carlos los clientes le hacen encargos menos funcionales y aristocráticos que Cynthia, pero mucho más diversos: mujeres con la cola pronunciada o con senos gigantes, atletas con los músculos marcados, jóvenes echados, muchachitas con un pie inclinado hacia delante o los codos hacia fuera, hombres araña; y tallas que van de la 32 a la 50. “Aquí hacemos de todo —asegura Huiza—, incluso moldes para embarazadas”.

En los tres ambientes de su negocio huele a pegamento. Y los tres están repletos de piezas inacabadas que esperan por una capa más de resina, por un poco de masilla extra o por un escupitajo de pintura fresca. Los cuatro operarios de Juan Carlos suelen terminar un par de maniquíes al día. Y después de la última lijada, se ven espléndidos, pero no son inmunes al envejecimiento. Con el tiempo, su piel se descascarilla, sus cinturas dejan de llamar nuestra atención y sus uñas pierden el vigor que les caracteriza.


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