domingo, 22 de febrero de 2015

Compro oro



Henry Veramendi viste un chaleco setentero de dandi de discoteca, una camisa con los primeros botones abiertos y tiene pulseras doradas en las muñecas —y no son las doce de la noche de un sábado, sino las cuatro de la tarde de un lunes despejado—. Con sus lentes Ray-Ban de los 60 con los cristales de color ámbar se ve como uno de los excéntricos millonarios que luchan por convertirse en dueños de los clubes de fútbol más importantes del espectro europeo, pero él no se dedica a reventar el mercado de fichajes contratando a estrellas que pareciera que nacieron con un balón entre las piernas. Henry compra y vende gemas, cadenas, aretes, collares y cualquier otro accesorio valioso o brillante; y también presta dinero, pero solo si le dejan algún objeto a cambio en prenda.

Su negocio está ubicado en la calle Belisario Salinas de La Paz, en el interior de una especie de cubo de cristal azulado, y ocupa uno de los ambientes de una casa vieja por la que su padre, que huyó de Potosí a los ocho años para no acabar en los socavones como minero, pagó 30 kilos de oro hace más de cuatro décadas. Las paredes del local están tapizadas con un papel oscuro de estilo gótico que me recuerda a la serie televisiva de la familia Adams. Y su mesa de trabajo es un tanto caótica. “Así soy yo: un poquito desordenado”, se excusa. “Pero por suerte siempre hallo lo que sea que esté buscando”.

A centímetros de este experto en metales y zafiros hay un reloj Longines pasado de moda que consiguió recien- temente gracias a un trueque. Henry lo mira con ojos de bombardero ruso, como si quisiera comérselo, y no tarda en acercármelo para que pueda apreciar hasta los detalles menudos. “Piezas como ésta me enamoran —me confiesa luego risueño—. Algunas se podría decir que son casi artesanales. Hay engranajes que los armaron entre cinco o más especialistas, que son como obras de arte”. A pesar de que los relojes son su perdición, Henry no suele llevar ninguno encima cuando sale de paseo. Quizás porque cuando era niño le llamaban la atención por ir con un lujoso Rolex a la escuela, quizás porque desde entonces se quedó con la cantinela en la cabeza.

Tiro maldito

Henry interiorizó los secretos del oficio durante la adolescencia. “Viajé bastante con mis padres por el mundo, y me transmitieron la mayoría de sus conocimientos, sobre todo mi madre —cuenta mientras las piedras incrustadas en sus anillos se encienden y se apagan intermitentemente en algunos de sus dedos—. Antes, a ella la consideraban la Indiana Jones de los joyeros. Era audaz y muy aventurera, y nunca se le escapaba nada”.

En los 80, tras una breve estadía en territorio canadiense, llegó el turno de los Estados Unidos. Allá los Veramendi conocieron el lado más amable del famoso sueño americano (en una ocasión, Henry, por ejemplo, encontró billetes antiguos y otros trofeos detrás de un doble fondo de su caja fuerte; y en otra, cruzaron el río Bravo todos juntos arrastrando baúles repletos de “tesoritos” nuevos). Y también descubrieron el más perverso. “A veces, entraban en la tienda tipos de más de dos metros y trataban de intimidarnos”, recuerda Henry. “Y a mi mamá le metieron un tiro y se cohibió mucho”.

Luego me comenta que aún conserva una pequeña lupa que solía manejar ella. Y a continuación me dice que por su establecimiento pasan a menudo personajes cuando menos pintorescos: viudas que necesitan plata para hacerse de medicamentos, parejas que atraviesan una mala racha, jóvenes que inventan historias para dar pena y arañar unos cuantos centavitos extras, y hasta empleados de gente importante venida a menos.

“Los hombres suelen ser los más dados a gastar y al coleccionismo —explica—. Las mujeres, las que más empeñan. Y yo a todos los atiendo con el corazón en la mano”. Entre las cosas más raras que le han confiado hay pieles de cervatillo y de tigre; y también reliquias que en algún momento pertenecieron a los expresidentes bolivianos.

De vez en cuando, para ampliar su stock, Henry asiste a las subastas públicas. En Los Ángeles, donde vivió una temporada, era un asiduo porque había una casi todos los días. Allí una vez logró adquirir siete coches usados en una semana. Aquí en cambio se tiene que conformar con la mercadería incautada en el aeropuerto. Y para comprobar la calidad de los colgantes y las manillas que suelen entregarle utiliza ácido sulfúrico. El ácido lo guarda en una gruesa tetera con forma de jarra que oculta de los curiosos para evitar tragedias: con un solo trago de este compuesto cualquier incauto acabaría muerto.


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