domingo, 2 de septiembre de 2012

De oficio zapatero. Pedro es padre, microempresario y líder gremial. La poliomielitis no apagó el brillo de su sonrisa

Viene montado sobre un triciclo. Despeja la cortina que cubre la trastienda de la zapatería y se abre paso en un laberinto de calzados y estantes. Pedalea y pedalea, sonríe y sonríe. Se acerca. Un destello le ilumina la cara: una pieza de oro le adorna la dentadura. Se llama Pedro Castro Espinoza (39). Es dueño de la zapatería Junín, del mercado La Cuchilla, es padre soltero, potosino de nacimiento, habla quechua y español sin atravesarse y sus amigos lo recuerdan como dirigente gremial. Todo un personaje.

César, su colega, y los clientes asiduos ya no se asombran de verlo subido en ese triciclo en el que ha salido a recibirme. Ven a diario al amigo montado en ese artefacto de herrería artesanal, pero ya no les importa. Lo que cuenta, dice César, es que es un buen compañero, bromista y ‘reilón’.

Es martes. Son las 14:30 y a Pedro se lo puede ver dentro del local de tres por cuatro metros en el que ha montado su taller. Está enfrascado en su rutina: corta pedazos de cuero y de goma, costura a máquina una bota de obrero industrial, anota el material que le hace falta.

“Estoy orgulloso, yo no le pido a nadie que me dé el pan o que me ayude a caminar. No me gusta que me tengan pena, soy un tipo normal”, me explica y se baja del triciclo. Tiene las piernas entumecidas y, por el tamaño, lucen como las de un chico de 10 años. A Pedro, la poliomielitis lo atacó cuando tenía nueve años y vivía en la casita rural de sus padres, en medio de la inmensidad del altiplano potosino. Allá donde no llegaban las vacunas, allá lo atacó la ‘polio’, igual que a muchos niños campesinos de Bolivia. Sus padres, gente dedicada al rudo trabajo del campo, no atinaron a otra cosa que a darle los remedios que en la comunidad creían convenientes. Sus piernitas no se desarrollaron.

“Pero para andar solo hace falta querer hacerlo, soñar un poco. Que chiste tiene que me eche a llorar”, dice en voz alta, camina unos pasos hasta su silla de maestro zapatero y se monta usando la fuerza de sus brazos.

Me va a contar que hace 12 años que es zapatero, que tuvo una esposa pero que ya lo dejó, que su hija se llama Noelia y que tiene siete años, que está feliz de no mirarse a sí mismo como un discapacitado, que él no depende de nadie para vivir y que se siente satisfecho de tener un pequeño negocio donde le da trabajo a otros dos amigos. Me va a hacer notar que todo eso que le enorgullece lo consiguió a pesar de los inconvenientes que se le presentaron en la vida. Y esta charla me suena a un Beethoven sordo componiendo Oda a la alegría.

De Pedro me habían hablado hace poco. Me dijeron que era un héroe anónimo. Que no era un zapatero cualquiera. Que es un hombre que camina aunque las piernas no lo sostienen y que ha sabido surgir en la vida. Suficiente. Había que buscarlo. Aquí está. Habla poco porque está trabajando, pero dice lo suficiente para que uno se dé cuenta quién es.

Sobre su excompañera no dice mucho, solo que ya se fue y que le dejó a su hija. Quiere hablar más de Santa Cruz, que ahora es su casa. Quiere contar que para él la voluntad es la única cosa que manda en este mundo y que cree que Cristo es su guía.

Es media tarde y, después de unas horas, el ambiente en la zapatería Junín se ha vuelto festivo. César y Pedro se hacen bromas. Hay un par de clientes asiduos que vienen por sus botines y que también se van a sumar. “Ya en serio, es bueno tener de compañero a Pedro porque es un tipo al que la alegría no se le acaba”, dice uno de ellos. Así parece. Tiene fama de bonachón en La Cuchilla y el brillo del canino de oro que muestra su cara risueña parece una metáfora sobre la vida. Sobre cómo se puede brillar a pesar de lo jodida que puede ser la historia de cada persona.




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